miércoles, 31 de octubre de 2018

La compra de la republica



La compra de la República

(Capítulo de la novela Gog)

Giovanni Papini

En este mes he comprado una República. Capricho costoso que no tendrá continuaciones. Era un deseo que tenía desde hace mucho tiempo y del que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más gusto.

La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto por paniaguados1 suyos, estaba en peligro. Las arcas de la República estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una revolución. Ya había un general que armaba bandas de rebeldes y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.

Un agente norteamericano que estaba allí me advirtió. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos estipendios dobles que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el control sobre toda la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la renovación del material del ejército y me he asegurado, a cambio de ello, nuevos privilegios.

El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.

Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si quisiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar con ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario. No me sería imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la guerra a una de las repúblicas limítrofes.

Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus movimientos es un oficio voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra aquí un sabroso alimento y miles de confirmaciones.

Yo no soy más que el rey de incógnito de una pequeña República en desorden, pero la facilidad con que he conseguido adueñármela y el evidente interés de todos los enterados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario mucho más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.

Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son efectivamente gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que continúan representando con naturalidad el papel de jefes legítimos.

FIN


* El cuento “La compra de la República” es un capítulo de la novela Gog, de Giovanni Papini.
, me espanta. El hecho de que la mente humana no ha asociado todavía la manducación y la defecación, demuestra nuestra grosera insensibilidad. Sólo algunos monarcas de Oriente y los Papas de Roma han llegado a comprender la necesidad de no tener testigos en uno de los momentos más penosos de la servidumbre corporal, y comen solos, como deberíamos hacer todos.




Llegará un tiempo en que causará estupefacción nuestra costumbre de comer en compañía - ¡al aire libre y en presencia de extraños!-, como hoy sentimos disgusto al leer que Diógenes, el cínico, satisfacía en medio de la plaza sus más inmundos instintos. La necesidad de engullir fragmentos de plantas y de animales para no morir, es una de las peores humillaciones de nuestra vida, uno de los más torpes signos de nuestra subordinación a la tierra y la muerte. ¡Y en vez de satisfacerla en secreto, la consideramos como una fiesta, hacemos de ella una ceremonia visible, la ofrecemos como espectáculo cotidiano, con la indiferencia de los brutos!

En mi caso, en el Nuevo Partenón, he suprimido desde hace tiempo la costumbre cuaternaria de las comidas en común. En los corredores hay puertas cerradas con un cartelito encima donde aparecen las dos letras A. A. Todos los huéspedes saben que allí dentro, a cualquier hora, se halla comida y bebida. Son cuartitos pequeños, pero luminosos, con una sola mesa y una silla única. El que tiene hambre va allí dentro y se encierra. Cuando se ha saciado sale, sin ser visto, y vuelve a sus ocupaciones o a su vagar. Camareros encargados de aquel servicio visitan algunas veces al día aquellos gabinetes, hacen desaparecer los platos sucios y proveen de alimentos bien preparados que se mantienen calientes durante muchas horas. En la proximidad de cada cabina de alimentación hay un water-closet con los últimos perfeccionamientos higiénicos.

¿Dentro de cuántos siglos será adoptado mi sistema en todas las moradas de los hombres?

Tomado de Gog



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